viernes, 14 de septiembre de 2018

Déjese llevar


     Takeo despertó de golpe, dudando de si había sonado el timbre de la puerta. Un nuevo y largo pitido, que le recordó a una señal de S.O.S., confirmó sus sospechas. Miró el despertador: las 03:04 ante meridiem. Suspiró con fastidio, pensando en que faltaban algo menos de dos horas para empezar su turno en la Compañía.
     Avanzó en silencio por el estrecho pasillo, a oscuras, arrastrando los pies desnudos por la alfombra de lana. Escuchó con claridad los rítmicos golpes en la puerta y la voz femenina que sonaba al otro lado:
     —¡Abra, maldita sea, antes de que entremos por la fuerza!
     Activó la mirilla digital con más sueño que temor. Una mano de mujer y una tarjeta de Control Humano ocupaban la totalidad de la pantalla. Sin dilación, encendió la luz, abrió la puerta y se hizo a un lado. Una joven funcionaria, vestida con la común gabardina gris, y dos indistinguibles agentes, con casco y mono azul, tomaron el pequeño recibidor.
     —¿Dónde está? —preguntó secamente la mujer, mirando en todas direcciones. Su negra coleta restallaba a cada movimiento de su cabeza.
     —¿Quién? —trató de averiguar Takeo, disimulando un bostezo. No pudo dejar de notar cómo se tensaba la mandíbula de su interlocutora.
     —Vosotros dos, registrad a fondo esta ratonera —ordenó la muchacha a sus acompañantes, sin posar la vista en ellos—. Y en cuanto a usted —añadió, apuntando con el dedo a la pechera del colorido pijama del joven—, más vale que se quede callado y sin moverse.
     Algo desconcertado, pero totalmente falto de curiosidad, Takeo se apoyó contra la pared más próxima, aguardando con resignación. Tardó unos minutos en darse cuenta de que el agradable olor a lavanda que percibía provenía de la mujer que acababa de entrar como un tornado en su pequeño piso-celda. Quiso creer que bajo su gris apariencia y su mal carácter se escondía una chica alegre y jovial, puede que un tanto distraída. Un fuerte vozarrón hizo que parasen sus pensamientos en seco:
     —¡Aquí, jefa! Ya lo tenemos.
     Logró seguir con dificultad a la ágil funcionaria de la Compañía, que se dirigía hacia el minúsculo cuarto de la lavadora, donde ambos agentes se encontraban encajados como piezas de Tetris.
     —Hemos encontrado el... la... el artefacto que buscábamos —balbuceó uno de ellos, el que parecía poseer mayor habilidad dialéctica.
     —Es una bicicleta, ignorante —replicó su jefa—. Se reconoce fácilmente, a pesar de que ya casi no existan. Es una Flying Pigeon PA-06, de los años 50 del siglo XX. Esa doble barra en el cuadro la hace inconfundible.
     Takeo, asombrado y sin entender nada, explicó:
     —Es del año 58 del siglo XX. La encontré hace unos meses, enterrada en el establo de mi antigua casa familiar en Kusatsu, en la Prefectura de Shiga. Por lo que pude averiguar, la compró el abuelo de mi abuelo para ir a trabajar. Increíblemente, no fue destruida en Neo-Guerra, como casi todo lo que tuviese metal. Aún así, le faltaban algunas piezas y no pude acabar de restaurarla hasta la semana pasada... ¿Qué le pasa a mi bicicleta?
     —Nos la llevamos —dijo la mujer con impaciencia, obviando la pregunta lanzada y tecleando velozmente en su tableta. Los agentes, equipados con guantes de látex, metieron la Flying Pigeon en una gran bolsa negra.
     En la puerta, antes de irse, la joven funcionaria se volvió hacia el incrédulo Takeo.
     —Ha sido denunciado por gastar su esfuerzo de forma improductiva. Usted sabe que la Compañía obliga a que hasta la última gota de su sudor sea reservada para la cadena. ¿Cómo se le ocurre ir a trabajar pedaleando? ¿Sabe cuánto ha disminuido su rendimiento en los últimos días? —Mostró con rapidez una gráfica de columnas en la pantalla de su dispositivo digital—. La próxima vez use el carril eléctrico, como todos, y déjese llevar. En todo caso, estará un mes en la sección Nevera. Ya sabe: más horas, más carga, menos criptodivisas.
     —¿Y la bicicleta? ¿Qué va a pasar con ella? —La Compañía podía meterse su sección Nevera por donde le cupiese.
     Por primera vez, la funcionaria de Control Humano pareció perder parte de su férrea seguridad. La joven tardó unos segundos en contestar, vacilante:
     —No lo sé... Quizá se lleve a Fundición, o a Forja. Dependerá de lo que escriba en mi informe. —Inspiró profundamente un par de veces y, un poco cabizbaja, susurró—: A lo mejor puedo quitarle la cadena y los piñones, y concluir que no es apta para circular con ella. Con eso, probablemente, se la devolverán tras algún tiempo. Después le traeré las otras piezas, para que la pueda completar nuevamente.
     —Vaya, pues... gracias —logró articular Takeo, sorprendido—. Eso sería estupendo... ¿Por qué lo hace?
     —Mi tarea es obedecer órdenes, no cuestionármelas... Pero no quiero ver el arte convertido en una llave inglesa o en un arma. —Miró a través de Takeo—. Su bicicleta es como la que tenía mi padre, con la que jugaba conmigo antes de que Neo-Guerra se los llevase a ambos para siempre. Prométame que la usará lejos de aquí, donde no lleguen los ojos de la Compañía.
     —Prometido —dijo Takeo, sonriente, mientras la funcionaria salía por la puerta—. ¿Querrá venir a dar una vuelta en ella algún día?
     La joven giró brevemente la cabeza y sonrió a su vez, puede que un tanto distraída.



miércoles, 4 de julio de 2018

A oscuras, y sin hacer ruido


     —Sé lo que va a venir —dijo Arturo, triste—. Tu abuelo Vicente estuvo en la Gran Guerra. Cuando volvió, herido y enfermo, contó historias terribles. Allí sólo encontró —resumió— miedo y horror.
     —Pero estamos lejos de eso, ¿no, padre? —preguntó Blas con preocupación.
     Arturo negó con la cabeza, brevemente.
     —Estamos muy cerca. Tu insensato padrino y sus compañeros de armas hablan abiertamente de tomar las calles. Y ya oíste al padre Agustín en el sermón del domingo. Desde las elecciones de febrero se nota la tensión por doquier... Desgraciadamente, acabará por reventar.
     Callado, Blas se preguntaba por qué lo había despertado su padre a esas horas de la madrugada, y los motivos de que lo hubiese llevado al sótano de la casa.
     —No hagas ruido —ordenó Arturo—. No quiero despertar a tu madre ni a tu hermana. Y lo más importante, vamos a estar a oscuras. —Apagó la bujía con un potente soplido. La noche sin luna evitaba que alguna luminosidad entrase por los ventanucos.
     —¿Qué vamos a hacer? —inquirió Blas, con un punto de temor.
     —Verás, hijo –empezó a explicar Arturo, tras unos momentos de duda— .Creo que dentro de poco todos haremos cosas horribles para sobrevivir. Habrá bandos, luchas, muertes... Probablemente vendrán a buscarme, quiera o no. Y cuando me obliguen a combatir, o cuando esté muerto, serás tú quien saque adelante a la familia.
     —¿Yo, padre? ¿Sin usted? No se vaya... No se muera —suplicó Blas.
     —Me temo que no habrá elección. Ya tienes doce años, eres un hombre... —El calor sofocante del sótano y la rabia contenida hacían brotar sudor en la frente de Arturo. Suspirando, concretó su petición—: Debes seguir fabricando. Hacer balones y venderlos en el Metropolitano, como siempre hemos hecho, como si estuviese yo contigo.
     —¿Balones? Pero padre, en el futuro quizá no haya sitio para balones, ni para el balompié.
     —¡Deberá haberlo, Blas! —replicó, exaltado. Haciendo un esfuerzo, continuó en tono más bajo—: Lo has visto como yo. Hace unas semanas, cuando descendimos. La salida del Metropolitano parecía un entierro... Gente abrazada llorando, tanto los señoritos de sombrero y puro como los obreros que suben a los muros porque no pueden pagar la entrada. El balompié es de lo poco que nos iguala en esta vida. Será el nuevo y necesario opio del pueblo, y garantizará un futuro para nuestra familia. Y si un día todo se va al carajo —prosiguió, tenso—, deberás seguir fabricando, a pesar de todo. Le llevas los balones al padre Agustín, y que él los venda a los ricachones, para que jueguen sus hijos. Luego, repartís las ganancias. Él, para los pobres, que los habrá, y muchos. Tú, para comida. Para ropa. Para medicinas. Para lo que sea necesario, ¿comprendes?
     —Padre, ¿por qué me cuenta todo esto ahora, y así, a oscuras?
     —Porque vas a fabricar a oscuras, y sin hacer ruido. Nadie deberá saber que aquí hay un taller. La vela será un lujo del que deberás prescindir. Trabajarás por las noches, para vuestra seguridad. Habrá que practicar mucho... —Respiró hondo—. No hay un minuto que perder.
     Blas vislumbró el apocalíptico mañana que anticipaba su padre. Comprendió que las reglas serían otras. Que lo más importante sería proteger a la familia, a costa de todo. Decidido, pasó la mano por la gastada mesa de madera, ubicándose por las muescas de la superficie, como tantas veces había visto hacer a su progenitor. Llegó hasta las planchas de cuero, listas para ser cortadas. A partir de ahí, dejó que su intuición lo guiase. Era un proceso que había realizado decenas de veces, pero hacerlo sin luz, y con el asfixiante calor de las noches de mayo, incrementaba muchísimo la dificultad.
     Con torpeza, fue capaz de colocar la caja de troqueles encima de la mesa y de seleccionar los necesarios para cortar las dieciocho piezas de cuero que componían el balón: rectángulos más alargados, rectángulos con laterales arqueados, encajes con forma de T, dos piezas para hacer la boca... Durante dos horas trabajó sin descanso. De vez en cuando, alguna instrucción de su padre lo devolvía al camino correcto. Tuvo dificultad para manejar los troqueles, le costó encontrar el rollo de hilo y se pinchó mil veces con la fuerte aguja, pero al final logró conformar una estructura de cuero, quizá no demasiado refinada, pero esférica al fin y al cabo.
     —Hijo, no te pares. Ahora, el interior.
     Solícito, Blas buscó la saca de las cámaras de goma, traídas de Inglaterra. Con esfuerzo y precisión, dio la vuelta al esférico y colocó dentro la elástica pieza, dejando su abertura fuera, por donde se inflaría. Apalpó el suelo hasta encontrar el viejo fuelle, con el que rellenó el balón de aire. Sin demora, ató fuertemente el extremo de la cámara y lo protegió en el interior del balón, para finalmente coser la boca de éste con los tientos de cuero.
     —Recuerda, hijo. Ablanda los tientos todo lo que puedas, para evitar que se dañen los jugadores cuando golpeen el balón. Y no olvides lustrarlo con la cera de abeja.
     Finalizadas las últimas acciones, Blas se dejó caer en el suelo, empapado. El balón, que intuía como muy rudimentario, sonaba al rebotar contra la pared, lanzado repetidamente por su progenitor.
     —Vayamos a dormir, padre. Estoy muy cansado.
     —Lo sé —contestó Arturo, satisfecho. Su hijo había hecho un balón mejorable, pero que con entrenamiento y paciencia acabaría por ser perfecto, con la calidad de los afamados balones de Arturo Herrera—. Lo repetiremos todas las noches, mientras sea posible. Y también esto —añadió, haciendo un ruido metálico que Blas no supo identificar.
     —¿De qué se trata, padre?
     —Es la vieja pistola del abuelo Vicente. Te enseñaré a montarla y desmontarla, a cargarla y a manejarla, igual que él me enseñó a mí. Por supuesto, a oscuras. Y sin hacer ruido.

jueves, 7 de junio de 2018

La escudilla servirá

Arrancó la pechera con las pocas fuerzas que le quedaban y acercó la mano a la herida abierta. Con decisión, introdujo dos dedos sucios hasta que notó algo esponjoso. "Se acabó", pensó con resignación, mientras trataba de boquear aire. Respirar se había vuelto tan difícil como coger agua con un tenedor. 

Se dejó deslizar desde el tronco en el que estaba apoyado hasta el suelo. Por primera vez desde que había llegado, prestó atención al cielo azul americano. "No es mi cielo", se lamentó. Echó de menos las nubes, el orballo, el eterno color gris... Todo lejano y perdido, por culpa de una guerra de la que nunca se sintió parte. "Imbéciles do carallo". Escupió las palabras y la sangre, con rabia, abarcando en su insulto a propios y a ajenos, a aliados y a rivales. 

Sintió que la vida se iba con el humo que salía de su herida. "No, no, no, no, no. Así no". El deseo de morir en su tierra le hizo incorporarse. Apartó el arma y logró coger, con esfuerzo, su zurrón. Nervioso, metió la mano en el interior y rebuscó hasta dar con su objetivo. "La escudilla servirá", se dijo. La puso en el suelo y empezó a trazar cruces en la tierra, tres a cada lado del viejo recipiente metálico. Al finalizar la sexta, posó su mano sobre el improvisado escudo, murmurando: "Galicia". Cerró los ojos y se dejó ir, de vuelta a su casa, aferrado a su cáliz de estaño.  

domingo, 8 de abril de 2018

Demasiada felicidad


El armario receptor emitió un agudo pitido y su luz roja empezó a parpadear. "Por fin", murmuró el individuo. Bloqueó la sesión en su anticuada mesa táctil y se levantó de un salto. No cabía en sí de gozo. Observó cómo la caja se iba formando poco a poco, al tiempo que su imaginación se desbordaba: "Lejos de aquí, a otra época, a otra vida... Sí, sí, sí". Sintió que todos sus pesares desaparecían. Instantes después, una melodía que le recordó a las últimas notas del Sarabande de Händel anunciaba que el paquete estaba completado, mientras la luz se volvía verde y la transparente puerta del armario receptor se levantaba lentamente.

Avanzó sus temblorosas manos y cogió la caja, sin poder dejar de sonreír. La depositó en el suelo, sorprendido de que estuviese hecha de cartón. Obviamente reciclado, pero cartón al fin y al cabo. Supuso que sería por ese aire retro que La Compañía pretendía dar a todos sus productos. Sin querer contener su alegría, canturreó en voz alta las palabras impresas en la tapa: "Billete a la felicidad". Debajo, en letra más pequeña, su procedencia: "Creado en NeoGalicia". "¿Dónde si no?", pensó.

Se sentó sobre la alfombra y, muy despacio, extrajo el pequeño dispositivo. Pesaba mucho más de lo que había imaginado. Lo sostuvo en alto mientras lo observaba con detenimiento. Su aspecto era absolutamente sobrio, grisáceo, sin brillo, donde lo único que destacaba era la sencilla ranura frontal y el pequeño botón circular, de color amarillo, de su lateral derecho. No necesitó activar el holograma de instrucciones; había visto innumerables veces la publicidad en Cúmulo-3000. De hecho, la nube de nubes le había provocado un incontable número de sueños relacionados con el billete a la felicidad. Su felicidad. Su billete. Y allí lo tenía, en la palma de la mano. 

Tras meses de vida espartana y cientos de horas extra había conseguido ahorrar las suficientes criptodivisas para poder comprarlo. Con introducir la mano y pulsar el botón viajaría al momento más feliz de su vida. "¿Cuál será ese momento?", se preguntó por millonésima vez. "¿Mi infancia, con mis padres y hermanos? ¿Mi época de estudiante, en iFacultad? ¿Mi primer gol, mi primer día de playa, mi primer beso?" Inevitablemente, y al igual que en todas las ocasiones anteriores, sus pensamientos lo llevaron a ella. A ese momento en el que tenían nombres, en el que se sentían personas y no simples direcciones de correo electrónico. A cuando todo giraba alrededor de su sol. Ella.  

No estaba seguro de cuál de esos momentos había sido el más feliz, pero no le importaba. Cualquiera de ellos sería mejor que su presente. Podría volver atrás, rectificar sus decisiones, corregir su derrota... Cambiaría todo su mundo. Entusiasmado e impaciente, colocó el aparato en el suelo e introdujo su mano izquierda en la ranura. Acercó el dedo índice de su mano derecha al botón hasta rozarlo, y cerró los ojos. Con decisión, despidiéndose mentalmente de su vida actual, lo presionó. Un lejano zumbido y un inesperado olor a frambuesas lo acompañaron durante unos instantes, hasta que fueron sustituidos por una voz neutra, que pronunció las palabras que tanto tiempo llevaba esperando: "Bienvenido al momento más feliz de su vida". 


Abrió los ojos, expectante, justo a tiempo para ver cómo la puerta de su armario receptor se levantaba lentamente y sonaba una melodía, que de nuevo le recordó al Sarabande de Händel. Pudo leer las palabras "Billete a la felicidad" en la tapa de la caja, dentro del armario. "Me lo temía", pensó sin decepción. Nunca había sido tan feliz.