Salieron los cuatro por la puerta, cargando con el ataúd. Antón, Lois y Xes lo sostenían con sus hombros, el izquierdo o el derecho según el lado escogido. Amaro, mucho más bajo que los demás, lo apoyaba directamente sobre su cabeza.
Observaron el trayecto hasta la iglesia, que se veía pequeñísima en lo alto del monte. Dos kilómetros de subida por un desierto sendero de tierra y piedras, entre niebla, orballo y xestas.
Iniciaron la difícil y lenta marcha con sorprendente coordinación. Los pies seguían el camino, pero sus mentes viajaban a sus recuerdos de doña Eladia, a mestra, la maestra.
El aula común en la que todos ellos habían coincidido, sin importar la edad. Las vacas y ovejas del establo de al lado, que atemperaban un tanto el frío de la escuela en invierno. Los candiles y pizarrines, y la gastada madera de pupitres y suelos. Doña Eladia, siempre de pie, siempre de luto, siempre sonriente, impartiendo clases de matemáticas, de lengua, de España, de Galicia, leyéndoles clandestinamente a Rosalía y a Castelao, sembrando un eterno sentimiento de libertad e igualdad, de pertenencia y de orgullo.
Depositaron ante el altar de la iglesia el sencillo ataúd. Con profundo respeto, extendieron sobre él la desgastada bandera de Galicia que les había acompañado en tantas clases, y que doña Eladia guardaba con cariño desde su jubilación.
Dieron los cuatro un paso atrás, bajando la cabeza en señal de reconocimiento y admiración, mientras gotas dulces y saladas resbalaban por sus rostros.
"Grazas, meus nenos", escucharon en sus cabezas.
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