Una única bombilla
iluminaba el húmedo y desordenado sótano. Los cuatro hombres,
sentados alrededor de una mesa redonda, se miraban en silencio. Tres
de ellos se estremecían de frío; el cuarto, anfitrión de la
velada, servía ginebra en los vasos. Fuera, la nieve caía, igual
que siempre.
Tras cerrar la botella,
Nicholas Noel pasó la mano por su inexistente barba. La costumbre.
Sin levantar la cabeza, susurró su anuncio:
—Lo dejo.
Un reluciente Colt viajó
con sus palabras, desde el bolsillo de su pijama hasta la mesa. Lo
depositó con cuidado entre su vaso y él, apuntando conscientemente
hacia su ahora fláccida barriga.
Los tres invitados se
removieron inquietos en sus duras sillas de madera. El más viejo de
ellos se ajustó sus lentes redondas, recolocó ligeramente la
mascarilla y dijo con nervioso afecto:
—Nick, gordo... ¿A
qué viene todo esto?
—Es lo que hay, Mel.
Se acabó, y esta vez es para siempre. No hay otra solución.
Mel King se arrebujó en
su carísimo abrigo de lana y buscó ayuda con los ojos. A su
derecha, el pelirrojo Re Gasparini acusó recibo:
—Pero Nick, socio,
esto es una...
Sus palabras quedaron
atrapadas en su colorido tapabocas, silenciadas por la imperativa
mano que había levantado Balthazar “Tazz” Sorcier, cuyos
inquisitivos ojos se habían fijado en las dos alianzas del dedo
anular de Nicholas.
—Es por Sarah,
¿verdad, Nick? ¿Qué ha pasado? —preguntó Tazz, tratando de no
adivinar. Su voz sonaba sorprendentemente clara a pesar de la
protección que cubría su boca.
Nicholas continuaba con
la vista clavada en su arma, sin importarle las lágrimas que
comenzaban a mojar su mascarilla.
—Coronavirus
—contestó, casi para sí mismo—. Complicaciones... Ya te
imaginas. —Suspiró profundamente—. Fue hace un par de semanas.
Mientras sus dos
compañeros echaban sus cabezas hacia atrás instintivamente,
tratando de poner unos centímetros más entre Nicholas y ellos, Tazz
cerró los ojos, con profunda tristeza.
—Lo sentimos, amigo.
De veras, lo sentimos muchísimo —musitó.
Re Gasparini asintió
con la cabeza, maldiciendo mentalmente el frío que hacía en aquel
sótano, el ventanuco abierto y la puñetera aireación. Miró hacia
Nicholas, y dijo:
—Nick, es horrible.
Nos imaginamos tu dolor. Pero tu deber...
Paró en seco. Nicholas
le estaba apuntando con su revólver.
—No os imagináis una
mierda, Gasp —masculló, bajando el arma con remordimiento; la
solitaria bala no era para ninguno de sus tres acompañantes—. Pero
he pensado mucho en el deber —concedió—. Hay un muchacho
trabajando en mi taller. Se llama Ólafur. Es mi mano derecha desde
hace varios años. Le falta rodaje, pero es muy bueno con los
juguetes... Es de la vieja escuela. —Sus palabras sonaban a
autoconvencimiento—. Conocéis este negocio tan bien como yo.
Necesito que le ayudéis. Guiadlo durante esta campaña. No hay mucho
tiempo, pero podréis hacerlo. Os lo ruego.
Durante unos instantes
nadie dijo nada. Únicamente el ruido del galope de los renos por la
nieve rompía la perfección de aquel improvisado voto de silencio.
Finalmente, Mel negó con la cabeza:
—Nick, lo siento, pero
sabes que es imposible lo que nos pides.
—Me lo debes —gritó
Nicholas, con rabia, arrancando con la mano la odiosa mascarilla—.
Los tres me lo debéis. —Fue apuntando uno a uno con su dedo, más
amenazante que su Colt—. ¿Quién mintió y perjuró por ti, Mel?
¿Ya lo olvidaste? ¿Y tú, Gasp? ¿Quién se jugó el pellejo por
rescatarte de aquella mierda de celda? Ratas, frío, hambre,
miedo... ¿Lo recuerdas? ¿Y quién te dio cobijo a ti, Tazz?
¿Borraste de tu mente aquella lejana época en la que iban a por ti,
a por tu cabeza? ¿Has olvidado los días que pasaste oculto en este
mismo sótano, a salvo? —Cada pregunta era una bala que se abría
paso hasta el corazón de sus tres viejos camaradas—. Me lo debéis,
maldita sea. Fuimos hermanos. ¡Sois mis hermanos! Y se lo debéis a
Sarah —dijo entre sollozos, con voz ronca. Vació su vaso de un
trago y, levantándose de la mesa, salió por la puerta del sótano,
revólver en mano, dejando a su paso un rastro de furia y alcohol.
La tranquilidad
sobrevenida sirvió para que los tres hombres lucharan en silencio
contra recuerdos ahora desenterrados. Tazz Sorcier fue el primero en
recuperarse.
—Sólo hay una
solución —aseguró, tranquilamente.
Mel King comprendió al
instante, y supo que su compañero llevaba razón. Incapaz de
replicar, sumergió su rostro en el sudor de sus manos.
—Se lo debemos
—continuó Tazz—, y yo siempre pago mis deudas. Faltan unos días
para que se dé la gran conjunción... Será el momento idóneo para
hacerlo —afirmó.
—¿Qué es lo que
vamos a hacer? —quiso saber Re Gasparini, un tanto perdido.
Tazz Sorcier sonrió
bajo la mascarilla y dijo, con voz alegre:
—Solo un poco de
magia: resucitaremos a Sarah.