viernes, 14 de mayo de 2021

Do Ebro ao Xallas

A casa estaba onde a deixara, pero non semellaba a mesma, cos vidros rotos das xanelas e a ausente porta. Figurouse que por dentro sería aínda peor.

Andou cara a horta, agora cuberta de xestas e fentos. Rebuscou con atención e conseguiu atopar, debaixo duns chamizos, a enferruxada pa dun legón.

Axeonllouse e cavou un pequeno foxo na dura terra. Cando achou que tiña a fondura axeitada, meteu a man no peto dos pantalóns e sacou unha abolada medalla e dous dentes, caídos nunha batalla de nome esquecido. Botou todo na fochanca e tapouna con agarimo. 

Púxose en pé e espiuse completamente, facendo unha morea coas luídas pezas do seu uniforme. Colleu o vello chisqueiro que levaba colgado ao pescozo e prendeulle lume á rima, queimando roupa, piollos, sangue seco e tres anos de medo.

Ergueu a cabeza e sentiuse lixeiro coma nunca. Mirou a casa, a horta, o ceo gris e, ao lonxe, o eterno Xallas. 

"Estou de volta", pensou.

sábado, 13 de marzo de 2021

Vuela, Chichana

Le sorprendió ver que sus pequeñas y pálidas manos estaban firmes y secas. En realidad, no estaba nada nerviosa; había acompañado varias veces a Pepe "Aviador" Piñeiro, su maestro y amigo, en sus vuelos sobre la playa de Baltar.

Es como andar en bicicleta pensó.

El ruidoso motor del monoplano Blériot la devolvió al momento de la verdad. Ajustó gorra y gafas, respiró hondo, agarró la palanca y soltó gas. Poco a poco, la pequeña aeronave de madera, tela y metal fue ganando velocidad, con sus delgadas ruedas recorriendo la irregular superficie de tierra y piedras. Pepe, alto y espigado, corría elegantemente a la estela de su avión, aullando de júbilo. A los pocos metros, el aparato comenzó a elevarse, suavemente, diríase con cariño, obedeciendo las serenas órdenes de su jovencísima piloto.

¡Vuela, Chichana, vuela! exclamó Pepe, clavando sus largas piernas en tierra, haciendo altavoz con sus manos.

Y Chichana voló, sintiendo en la cara viento, orballo y lágrimas de felicidad. Sobrevoló Baltar, Punta Vicaño y Silgar, sonriendo a los asombrados vecinos que la saludaban con sus manos y gorras. Pilotó con audacia y habilidad, con la misma destreza que tenía para la pintura o para tocar el violín.

Era el 12 de octubre de 1913 y Elisa Patiño, llamada Chichana, fue, durante unos minutos, una gaviota en el Atlántico y, a sus 23 años, la primera mujer gallega en trazar su leyenda en el cielo.

domingo, 24 de enero de 2021

Dos kilómetros de recuerdos

Salieron los cuatro por la puerta, cargando con el ataúd. Antón, Lois y Xes lo sostenían con sus hombros, el izquierdo o el derecho según el lado escogido. Amaro, mucho más bajo que los demás, lo apoyaba directamente sobre su cabeza.

Observaron el trayecto hasta la iglesia, que se veía pequeñísima en lo alto del monte. Dos kilómetros de subida por un desierto sendero de tierra y piedras, entre niebla, orballo y xestas.

Iniciaron la difícil y lenta marcha con sorprendente coordinación. Los pies seguían el camino, pero sus mentes viajaban a sus recuerdos de doña Eladia, a mestra, la maestra.

El aula común en la que todos ellos habían coincidido, sin importar la edad. Las vacas y ovejas del establo de al lado, que atemperaban un tanto el frío de la escuela en invierno. Los candiles y pizarrines, y la gastada madera de pupitres y suelos. Doña Eladia, siempre de pie, siempre de luto, siempre sonriente, impartiendo clases de matemáticas, de lengua, de España, de Galicia, leyéndoles clandestinamente a Rosalía y a Castelao, sembrando un eterno sentimiento de libertad e igualdad, de pertenencia y de orgullo.

Depositaron ante el altar de la iglesia el sencillo ataúd. Con profundo respeto, extendieron sobre él la desgastada bandera de Galicia que les había acompañado en tantas clases, y que doña Eladia guardaba con cariño desde su jubilación.

Dieron los cuatro un paso atrás, bajando la cabeza en señal de reconocimiento y admiración, mientras gotas dulces y saladas resbalaban por sus rostros.

"Grazas, meus nenos", escucharon en sus cabezas.


domingo, 3 de enero de 2021

Sarah

Una única bombilla iluminaba el húmedo y desordenado sótano. Los cuatro hombres, sentados alrededor de una mesa redonda, se miraban en silencio. Tres de ellos se estremecían de frío; el cuarto, anfitrión de la velada, servía ginebra en los vasos. Fuera, la nieve caía, igual que siempre.

Tras cerrar la botella, Nicholas Noel pasó la mano por su inexistente barba. La costumbre. Sin levantar la cabeza, susurró su anuncio:

—Lo dejo.

Un reluciente Colt viajó con sus palabras, desde el bolsillo de su pijama hasta la mesa. Lo depositó con cuidado entre su vaso y él, apuntando conscientemente hacia su ahora fláccida barriga.

Los tres invitados se removieron inquietos en sus duras sillas de madera. El más viejo de ellos se ajustó sus lentes redondas, recolocó ligeramente la mascarilla y dijo con nervioso afecto:

—Nick, gordo... ¿A qué viene todo esto?

—Es lo que hay, Mel. Se acabó, y esta vez es para siempre. No hay otra solución.

Mel King se arrebujó en su carísimo abrigo de lana y buscó ayuda con los ojos. A su derecha, el pelirrojo Re Gasparini acusó recibo:

—Pero Nick, socio, esto es una...

Sus palabras quedaron atrapadas en su colorido tapabocas, silenciadas por la imperativa mano que había levantado Balthazar “Tazz” Sorcier, cuyos inquisitivos ojos se habían fijado en las dos alianzas del dedo anular de Nicholas.

—Es por Sarah, ¿verdad, Nick? ¿Qué ha pasado? —preguntó Tazz, tratando de no adivinar. Su voz sonaba sorprendentemente clara a pesar de la protección que cubría su boca.

Nicholas continuaba con la vista clavada en su arma, sin importarle las lágrimas que comenzaban a mojar su mascarilla.

—Coronavirus —contestó, casi para sí mismo—. Complicaciones... Ya te imaginas. —Suspiró profundamente—. Fue hace un par de semanas.

Mientras sus dos compañeros echaban sus cabezas hacia atrás instintivamente, tratando de poner unos centímetros más entre Nicholas y ellos, Tazz cerró los ojos, con profunda tristeza.

—Lo sentimos, amigo. De veras, lo sentimos muchísimo —musitó.

Re Gasparini asintió con la cabeza, maldiciendo mentalmente el frío que hacía en aquel sótano, el ventanuco abierto y la puñetera aireación. Miró hacia Nicholas, y dijo:

—Nick, es horrible. Nos imaginamos tu dolor. Pero tu deber...

Paró en seco. Nicholas le estaba apuntando con su revólver.

—No os imagináis una mierda, Gasp —masculló, bajando el arma con remordimiento; la solitaria bala no era para ninguno de sus tres acompañantes—. Pero he pensado mucho en el deber —concedió—. Hay un muchacho trabajando en mi taller. Se llama Ólafur. Es mi mano derecha desde hace varios años. Le falta rodaje, pero es muy bueno con los juguetes... Es de la vieja escuela. —Sus palabras sonaban a autoconvencimiento—. Conocéis este negocio tan bien como yo. Necesito que le ayudéis. Guiadlo durante esta campaña. No hay mucho tiempo, pero podréis hacerlo. Os lo ruego.

Durante unos instantes nadie dijo nada. Únicamente el ruido del galope de los renos por la nieve rompía la perfección de aquel improvisado voto de silencio. Finalmente, Mel negó con la cabeza:

—Nick, lo siento, pero sabes que es imposible lo que nos pides.

—Me lo debes —gritó Nicholas, con rabia, arrancando con la mano la odiosa mascarilla—. Los tres me lo debéis. —Fue apuntando uno a uno con su dedo, más amenazante que su Colt—. ¿Quién mintió y perjuró por ti, Mel? ¿Ya lo olvidaste? ¿Y tú, Gasp? ¿Quién se jugó el pellejo por rescatarte de aquella mierda de celda? Ratas, frío, hambre, miedo... ¿Lo recuerdas? ¿Y quién te dio cobijo a ti, Tazz? ¿Borraste de tu mente aquella lejana época en la que iban a por ti, a por tu cabeza? ¿Has olvidado los días que pasaste oculto en este mismo sótano, a salvo? —Cada pregunta era una bala que se abría paso hasta el corazón de sus tres viejos camaradas—. Me lo debéis, maldita sea. Fuimos hermanos. ¡Sois mis hermanos! Y se lo debéis a Sarah —dijo entre sollozos, con voz ronca. Vació su vaso de un trago y, levantándose de la mesa, salió por la puerta del sótano, revólver en mano, dejando a su paso un rastro de furia y alcohol.

La tranquilidad sobrevenida sirvió para que los tres hombres lucharan en silencio contra recuerdos ahora desenterrados. Tazz Sorcier fue el primero en recuperarse.

—Sólo hay una solución —aseguró, tranquilamente.

Mel King comprendió al instante, y supo que su compañero llevaba razón. Incapaz de replicar, sumergió su rostro en el sudor de sus manos.

—Se lo debemos —continuó Tazz—, y yo siempre pago mis deudas. Faltan unos días para que se dé la gran conjunción... Será el momento idóneo para hacerlo —afirmó.

—¿Qué es lo que vamos a hacer? —quiso saber Re Gasparini, un tanto perdido.

Tazz Sorcier sonrió bajo la mascarilla y dijo, con voz alegre:

—Solo un poco de magia: resucitaremos a Sarah.