—Sé lo que va a venir —dijo Arturo, triste—. Tu abuelo
Vicente estuvo en la Gran Guerra. Cuando volvió, herido y enfermo,
contó historias terribles. Allí sólo encontró —resumió—
miedo y horror.
—Pero estamos lejos de eso, ¿no, padre? —preguntó Blas con
preocupación.
Arturo negó con la cabeza, brevemente.
—Estamos muy cerca. Tu insensato padrino y sus compañeros de
armas hablan abiertamente de tomar las calles. Y ya oíste al padre
Agustín en el sermón del domingo. Desde las elecciones de febrero
se nota la tensión por doquier... Desgraciadamente, acabará por
reventar.
Callado, Blas se preguntaba por qué lo había despertado su padre a
esas horas de la madrugada, y los motivos de que lo hubiese llevado
al sótano de la casa.
—No hagas ruido —ordenó Arturo—. No quiero despertar a tu
madre ni a tu hermana. Y lo más importante, vamos a estar a oscuras.
—Apagó la bujía con un potente soplido. La noche sin luna evitaba
que alguna luminosidad entrase por los ventanucos.
—¿Qué vamos a hacer? —inquirió Blas, con un punto de temor.
—Verás, hijo –empezó a explicar Arturo, tras unos momentos de
duda— .Creo que dentro de poco todos haremos cosas horribles para
sobrevivir. Habrá bandos, luchas, muertes... Probablemente vendrán
a buscarme, quiera o no. Y cuando me obliguen a combatir, o cuando
esté muerto, serás tú quien saque adelante a la familia.
—¿Yo, padre? ¿Sin usted? No se vaya... No se muera —suplicó
Blas.
—Me temo que no habrá elección. Ya tienes doce años, eres un
hombre... —El calor sofocante del sótano y la rabia contenida
hacían brotar sudor en la frente de Arturo. Suspirando, concretó su
petición—: Debes seguir fabricando. Hacer balones y venderlos en
el Metropolitano, como siempre hemos hecho, como si estuviese yo
contigo.
—¿Balones? Pero padre, en el futuro quizá no haya sitio para
balones, ni para el balompié.
—¡Deberá haberlo, Blas! —replicó, exaltado. Haciendo un
esfuerzo, continuó en tono más bajo—: Lo has visto como yo. Hace
unas semanas, cuando descendimos. La salida del Metropolitano parecía
un entierro... Gente abrazada llorando, tanto los señoritos de
sombrero y puro como los obreros que suben a los muros porque no
pueden pagar la entrada. El balompié es de lo poco que nos iguala en
esta vida. Será el nuevo y necesario opio del pueblo, y garantizará
un futuro para nuestra familia. Y si un día todo se va al carajo
—prosiguió, tenso—, deberás seguir fabricando, a pesar de todo.
Le llevas los balones al padre Agustín, y que él los venda a los
ricachones, para que jueguen sus hijos. Luego, repartís las
ganancias. Él, para los pobres, que los habrá, y muchos. Tú, para
comida. Para ropa. Para medicinas. Para lo que sea necesario,
¿comprendes?
—Padre, ¿por qué me cuenta todo esto ahora, y así, a oscuras?
—Porque vas a fabricar a oscuras, y sin hacer ruido. Nadie deberá
saber que aquí hay un taller. La vela será un lujo del que deberás
prescindir. Trabajarás por las noches, para vuestra seguridad. Habrá que practicar mucho... —Respiró hondo—. No hay un minuto
que perder.
Blas vislumbró el apocalíptico mañana que anticipaba su padre.
Comprendió que las reglas serían otras. Que lo más importante
sería proteger a la familia, a costa de todo. Decidido, pasó la
mano por la gastada mesa de madera, ubicándose por las muescas de la
superficie, como tantas veces había visto hacer a su progenitor.
Llegó hasta las planchas de cuero, listas para ser cortadas. A
partir de ahí, dejó que su intuición lo guiase. Era un proceso que
había realizado decenas de veces, pero hacerlo sin luz, y con el
asfixiante calor de las noches de mayo, incrementaba muchísimo la
dificultad.
Con torpeza, fue capaz de colocar la caja de troqueles encima de la
mesa y de seleccionar los necesarios para cortar las dieciocho piezas
de cuero que componían el balón: rectángulos más alargados,
rectángulos con laterales arqueados, encajes con forma de T, dos
piezas para hacer la boca... Durante dos horas trabajó sin descanso.
De vez en cuando, alguna instrucción de su padre lo devolvía al
camino correcto. Tuvo dificultad para manejar los troqueles, le costó
encontrar el rollo de hilo y se pinchó mil veces con la fuerte
aguja, pero al final logró conformar una estructura de cuero, quizá
no demasiado refinada, pero esférica al fin y al cabo.
—Hijo, no te pares. Ahora, el interior.
Solícito, Blas buscó la saca de las cámaras de goma, traídas de
Inglaterra. Con esfuerzo y precisión, dio la vuelta al esférico y
colocó dentro la elástica pieza, dejando su abertura fuera, por
donde se inflaría. Apalpó el suelo hasta encontrar el viejo fuelle,
con el que rellenó el balón de aire. Sin demora, ató fuertemente
el extremo de la cámara y lo protegió en el interior del balón,
para finalmente coser la boca de éste con los tientos de cuero.
—Recuerda, hijo. Ablanda los tientos todo lo que puedas, para
evitar que se dañen los jugadores cuando golpeen el balón. Y no
olvides lustrarlo con la cera de abeja.
Finalizadas las últimas acciones, Blas se dejó caer en el suelo,
empapado. El balón, que intuía como muy rudimentario, sonaba al
rebotar contra la pared, lanzado repetidamente por su progenitor.
—Vayamos a dormir, padre. Estoy muy cansado.
—Lo sé —contestó Arturo, satisfecho. Su hijo había hecho un
balón mejorable, pero que con entrenamiento y paciencia acabaría
por ser perfecto, con la calidad de los afamados balones de Arturo
Herrera—. Lo repetiremos todas las noches, mientras sea posible. Y
también esto —añadió, haciendo un ruido metálico que Blas no
supo identificar.
—¿De qué se trata, padre?
—Es la vieja pistola del abuelo Vicente. Te
enseñaré a montarla y desmontarla, a cargarla y a manejarla, igual
que él me enseñó a mí. Por supuesto, a oscuras. Y sin hacer
ruido.