Arrancó la pechera con las pocas fuerzas que le quedaban y acercó la mano a la herida abierta. Con decisión, introdujo dos dedos sucios hasta que notó algo esponjoso. "Se acabó", pensó con resignación, mientras trataba de boquear aire. Respirar se había vuelto tan difícil como coger agua con un tenedor.
Se dejó deslizar desde el tronco en el que estaba apoyado hasta el suelo. Por primera vez desde que había llegado, prestó atención al cielo azul americano. "No es mi cielo", se lamentó. Echó de menos las nubes, el orballo, el eterno color gris... Todo lejano y perdido, por culpa de una guerra de la que nunca se sintió parte. "Imbéciles do carallo". Escupió las palabras y la sangre, con rabia, abarcando en su insulto a propios y a ajenos, a aliados y a rivales.
Sintió que la vida se iba con el humo que salía de su herida. "No, no, no, no, no. Así no". El deseo de morir en su tierra le hizo incorporarse. Apartó el arma y logró coger, con esfuerzo, su zurrón. Nervioso, metió la mano en el interior y rebuscó hasta dar con su objetivo. "La escudilla servirá", se dijo. La puso en el suelo y empezó a trazar cruces en la tierra, tres a cada lado del viejo recipiente metálico. Al finalizar la sexta, posó su mano sobre el improvisado escudo, murmurando: "Galicia". Cerró los ojos y se dejó ir, de vuelta a su casa, aferrado a su cáliz de estaño.